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El balón de cuero

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ImageCon él jugábamos siempre, y cuando llovía daba igual, le seguíamos dando con la cabeza. Y otra vez. A veces la pelota quedaba varada en un charco, pero allí íbamos todos, de cabeza. Hasta el anochecer. Hasta que llegábamos exhaustos a casa, hechos unos zorros.

 

   El fútbol siempre fue equipo, un juego lúdico de competición para arrancar una sonrisa o terminar pensando que mañana lo intentaríamos de nuevo, a ver si esta vez ganábamos. Pero si no se daba, a por el siguiente, y así hasta el próximo partido.

 

   Había buenos equipos que admirábamos puestos en pie desde aquellas gradas satisfechas. Siempre había jugadas y goles que terminaban enloqueciendo los sentidos. Había júbilo. Ganaba el equipo, porque tenía buenos futbolistas, y era un gran grupo. Trabajo, humildad, respeto.

 

   Aquellos días, a finales de año, asomaba en un pequeño recuadro la noticia de que Kevin Keegan había ganado el premio al mejor futbolista del año. Era la figura de un gran equipo, el Liverpool. Otro año llegaba la nueva de que Michel Platini era el futbolista distinguido, dentro de una magnífica escuadra: la Juventus de Turín. Los veíamos a distancia, y saltábamos al otro lado del canal para leer los diarios que hablaban de sus andanzas. Así fuimos desmenuzando las hazañas del Hellas Verona, los grandes partidos del Anderlecht, las historias del Ajax, el admirable juego del Dynamo Kiev… hasta que otra vez llegaba la noticia: Ruud Gullit nombrado mejor futbolista del año. Y entonces podía haber un ligero desaire por el nombramiento, pero poco ruido, por lo demás.

 

   Hasta que convirtieron el fútbol en una batalla individual desde los taquígrafos y organismos interesados. Luces y sombras. El equipo queda relegado a un segundo orden. Adulación permanente al Rey Midas de turno: sea Messi, Cristiano o Ribéry. Todo lo que les rodea, todo lo que permite que se expresen en todo su esplendor, queda condenado a la intemperie.

Los propios competidores hablan del Balón de Oro. Nace un nuevo año y al poco tiempo ya se escuchan comentarios sobre el siguiente certamen, que tendrá lugar doce meseses después. Un buen trimestre coloca a una estrella en la rampa de salida hacia el título individual más lustroso del fútbol. Alguno, incluso, reconoce públicamente que lo merece. Zlatan Ibrahimovic, ha llegado a decir que él no necesita el premio, que se sabe el mejor futbolista del mundo. Mientras, las baterías mediáticas cargan a favor de su preferido, con diferentes encuestas, azuzando conferencias de prensa, al punto de reavivar la llama de los egos, que dejan imágenes insólitas sobre el césped: gol y pulgares al dorso, reivindicando el propio nombre, o apodo de guerra.

 

   El viejo espíritu del balón de cuero nos lleva a valorar otras cosas, otras historias, más acordes con el fútbol de toda la vida. Viendo jugar al Bayern Munich, con su poderío y voracidad, a nadie escapa que ha sido el equipo del año, con Juup Heynckes primero y Pep Guardiola después. En ese trayecto, el francés Franck Ribéry acapara todos los elogios individuales, en un juego eminentemente colectivo, donde el marketing y la imagen pretenden individualizar la propia esencia.

 

   El futbolista más colectivo y valioso del mejor equipo del año quizá haya sido Philipp Lahm, por versatilidad y prestancia. Un lateral de larga trayectoria, por izquierda y derecha, que se ha mudado al corazón del fútbol. La ardilla muniquesa se ha reconvertido a mediocentro o interior para que el juego fluya en asociación con gente exquisita como Toni Kroos o Thiago. Son los otros nombres del año, más allá del gol de Robben o las arrancadas geniales de Ribéry. Futbolistas reconocidos indudablemente, pero a la sombra de los más visibles, de los que más fácilmente entran por los ojos y los diarios.

 

   Y qué decir de los entrenadores. Heynckes en primerísima línea, obviamente. La vuelta de Guardiola es una bendición. Jürgen Klopp es “heavy metal”, como él dice. El trabajo de Pellegrini,allá donde esté, encomiable. Lo de Simeone en el Atlético, de época. Pero permítanme rescatar un nombre de la segunda línea, para reconocer un trabajo y una trayectoria tremendamente meritorias. Es Roberto Martínez, campeón de la FA Cup con el Wigan, que no pudo obrar el enésimo milagro de aguantar en la Premier League, y que, ahora, a los mandos del Everton, ha impulsado futbolísticamente a la ciudad de Liverpool junto con el revitalizado vecino de Anfield Road. Su elegancia, humildad y propuesta merecen un aplauso.

 

 

 

                                                                                Naxari Altuna (periodista) Image @naxaltuna



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