El Deportivo ha dejado huella. Es la sensación que deja tras veinte años de vaivenes por la Primera División. Nuestra generación nunca había visto al conjunto gallego en la máxima categoría hasta los primeros noventa. Los goles del Deportivo se habían acomodado en la Segunda, y cada vez que marcaba Traba, allá por los ochenta, el salto de categoría se presumía más cercano. Y llegó un día, de la mano del entrañable Arsenio, para resistir en primera instancia un salto nada fácil, y crecer más tarde por la senda del éxito. Futbolistas como Josu, Martín Lasarte, Sabin Bilbao, Santi Francés, Jon Aspiazu, Fran, José Ramón, auparon al conjunto coruñés a la Liga para convertirse en pocos años en el más grande de los pequeños.
Dos décadas después, la vuelta a Segunda sirve como atalaya perfecta para valorar los logros de este equipo. Es cierto que, en buena medida, ha podido ser víctima de aquellos fastos. La ambición y autoexigencia de su presidente, Augusto César Lendoiro, dio pie a una vía de dos carriles: por un lado transitaban los grandes jugadores, que propiciaron la gloria al Deportivo; por el otro flanco aumentaban los baches y agujeros. En 1992 llegaron dos futbolistas que cambiaron la historia del club. Uno fue Mauro Silva, un medio centro sublime, ejemplo de todo; el otro, un colibrí de área con veneno incorporado: Bebeto. Ambos propiciaron un salto de calidad en un equipo que comenzaba a disputarle la hegemonía a los grandes de toda la vida. Arsenio tenía al Zamora Paco Liaño bajo los palos; una retaguardia veterana con tres centrales bien puestos (Ribera, Djukic, Albistegi, Voro); dos laterales de ida y vuelta (López Rekarte, Nando); todos ellos sujetos por un maestro del juego como era Mauro Silva, y talento a raudales en la vanguardia (Fran, José Ramón, Aldana, Julio Salinas, Martins, Claudio, Bebeto, Manjarín, Rivaldo…).
Lendoiro aprovechaba el mínimo resquicio para fichar futbolistas tapados con pedigrí. Todo lo que se ponía a tiro iba a la cazuela, con su peculiar manera de negociar. Abierto hasta el amanecer, se podría decir. Donato fue uno de los mayores aciertos del presidente deportivista; Alfredo, otro colchonero, también le dio juego, con aquel gol definitivo en la final de Copa ante el Valencia. Se fue Arsenio, y pasaron Toshack, Carlos Alberto Silva, hasta que aterrizó en Riazor Javier Irureta, bajo cuyo mando el Deportivo conoció sus años más gloriosos. Toshack había hecho un pequeño guiño a la cantera, dando la alternativa a chavales como David, Deus, Viqueira y Maikel. No tuvieron demasiado recorrido, y en su adiós el galés lanzó una de sus frases lapidarias: “el Deportivo no tiene una estructura fuerte. Es un castillo en el aire”. Hablaba en términos de cantera e instalaciones.
En la época de Irureta prosiguieron Mauro Silva y Donato como ejes del equipo. Se sumaron a la causa, el guardameta Molina, Manuel Pablo, Romero, Paco, Naybet, Valerón, Víctor, Diego Tristán, Djalminha, Makaay, “Turu” Flores... Una oda al fútbol con disfraz de Robin Hood. Aquella Liga de la temporada 99/00, desquite del tremendo varapalo de 1994 con el famoso penalti de Djukic. El Centenariazo, con la final de Copa ganada en el Bernabéu ante el mismísimo Real Madrid. La semifinal de la Copa de Europa ante el Oporto, posterior campeón, en 2004. Fue el momento álgido del conjunto gallego: le llamaban Super-Depor.
Luego llegó Caparrós; más tarde Lotina. Año tras año bajaba el nivel de las adquisiciones, y se resentía el juego. El Deportivo luchaba por sobrevivir desde hace un tiempo, y un final de temporada rocambolesco ha terminado por llevarle a Segunda. Dicen que por falta de gol, visto sus paupérrimos números. Puede ser. Incapaz de fichar un nueve de garantías, tuvo en sus filas, por ejemplo, al canario Rubén Castro, uno de los máximos goleadores de la categoría de plata con el Betis, delantero de Primera; futbolista que, pertenenciendo al Deportivo, hubo de abrirse camino en Huesca, Vallecas y en el Betis. Lotina declaró hace varios meses haberse equivocado con el goleador canario. Es un detalle, de tantos, que han terminado por convertir al Deportivo en un equipo de vuelo bajo. Valerón intentó tomar la bandera de la resurrección en las últimas semanas, pero la maldición perdura desde 1994, cuando Djukic no pudo solventar aquella pena máxima. Otra vez el Valencia se ha cruzado en el camino para ahondar en la pena deportivista. Llegó el momento de la reflexión, y preguntarse cómo están los cimientos, para valorar el estado del club con vistas a reinventarse. El sentimiento, lo más importante de todo, está. Riazor es testigo de ello. ¡Ánimos para O grove!
Naxari Altuna (periodista)