Llovió oro. Cayó del cielo, sin darnos cuenta, en un rincón de Rosario (Argentina). Allí, al sur de la provincia de Santa Fé, conviven dos clásicos del fútbol argentino: Rosario Central y Newell’s Old Boys; allí, donde nació un grande de la escritura, Fontanarrosa, artista de la carcajada e incondicional de Central.
En el 87 Diego Armando Maradona llevó al éxtasis a la región italiana de la Campania. La ciudad de Nápoles le rinde eterno tributo por el primer Scudetto de su historia. Algo impensable. También llovió oro en el sur de Italia en honor a Maradona. Zurdo siempre fue sinónimo de talento: futbolista especial. El año que Maradona encarnó a San Gennaro, patrón de Nápoles, nacía en Rosario Lionel Messi, un ser diminuto bañado en oro.
La llevaba pegada al pie (más bien a la tibia, por lo menudo de su cuerpecillo), como Diego. Era tan pequeño que Argentina lo perdió de vista por una cuestión vital: necesitaba crecer. Y nada mejor que Barcelona, la Masía, para crecer y hacerse grande con la pelota pegada a su ingenio.
El fútbol, como la vida, tiene infinidad de vericuetos. Curiosamente, se hablaba de Víctor Vázquez como el mejor de su generación (la del 87). El mediocampista juega en el segundo equipo del Barça a las órdenes de Luis Enrique. Una gravísima lesión de rodilla ha condicionado su carrera; mientras, Cesc Fábregas, Gerard Piqué y Leo Messi, sus compañeros de camada, tocan el cielo.
Hace poco más de un mes, Messi y Víctor Vázquez coincidían en un terreno de juego después de mucho tiempo. Abrieron camino juntos, con los ojos cerrados. Fue en el último partido de la primera fase de la Champions League. Víctor marcó ese día. Cuando abrió los ojos se encontró abrazado a Leo. “Te lo mereces” le espetó el argentino. El sentimiento de quien lo pasó mal alguna vez. Leo sufrió para crecer (no como futbolista). Y Víctor Vázquez ha sufrido demasiado en su crecimiento profesional. Cruce de caminos en la Masía.
Ayer en Zúrich todos se acordaron de los compañeros que pasaron por la academia. Principalmente del primero que consiguió llegar al equipo mayor, Ángel Pedraza, fallecido el pasado sábado. Le recuerdo por su esfuerzo, y me queda en la retina aquella infausta tanda de penaltis para el barcelonismo, ante el Steaua, en el Sánchez Pizjuán. ¡Cómo han cambiado los tiempos! Parece mentira. Hoy todo es oro en Barcelona.
Se presumía que el Balón dorado sería para Andrés Iniesta o Xavi Hernández, por aquello del Mundial. Era una manera de agasajar una obra muy particular, premiando a los que ponen el sello al juego. Ambos son el ojo clínico del FC Barcelona: uno es azul, el otro grana. Alguna vez dos países han organizado conjuntamente una Eurocopa o un Mundial. ¿Y por qué no compartir el Balón de Oro? Sería una manera de premiar al ideario, de dar preponderancia al colectivo, personificándolo en el sello de calidad que imprimen Xavi e Iniesta.
El Balón, finalmente, es para Messi. Pero hilando más fino, podríamos decir que el Balón es de Messi. Sí. Como cuando en el patio del colegio el mejor agarra la pelota y no la suelta. La lleva bajo el brazo, como si fuera pegada al pie. Y todos le miran con admiración. Imagino la caricatura del Negro Fontanarrosa: un ser atómico con una zurda de oro.
Naxari Altuna (periodista)